lunes, 26 de septiembre de 2016

LA COSTA DE BULGARIA. Leyenda y carácter a orillas del mar Negro

Desde su adhesión a la UE en 2007, no ha habido milagros económicos y las fábricas destartaladas en los bordes de las carreteras del interior del país, no evocan precisamente opulencia. Pero en la costa, el escenario es bien distinto. Durante los últimos años, el gobierno ha destinado fondos y esfuerzo a la promoción del turismo, y aunque los precios en las zonas turísticas son superiores a la media del país, sigue siendo un destino asequible para viajeros de bajo presupuesto.

Veraneante paseando por la ciudad vieja de Sozopol
Su extenso litoral tiene gran reputación entre turistas del este de Europa y Rusia, pero para nosotros seguía siendo un completo desconocido. Aunque muchos complejos han empezado a competir directamente con el turismo de España o Grecia, aún quedan muchas playas de arena fina, poco frecuentadas, sin sombrillas ni motos de agua ni hoteles en primera línea de playa. 

Escena de playa típica de la costa búlgara

A ritmo de chalga, a lo largo de su costa nos sumergimos en una cultura milenaria de vino, gastronomía, artesanía y música. Descubrimos joyas arquitectónicas como el palacio de Balchik a orillas del mar, pueblos pintorescos como Nessebar o Sozopol, y naturaleza viva en sus playas vírgenes del sur o el cabo Kaliakra.



Intentando descifrar el alfabeto cirílico y atravesando infinitos campos de girasoles a ambos lados de la carretera, llegamos a nuestra primera parada, el cabo Kaliakra. Rodeado de leyendas, Kaliakra (“hermoso”) es una punta de 2 km de longitud, la más extensa de la costa búlgara y la única Reserva Natural que protege parcialmente el mar Negro, hasta 500 m mar adentro donde conviven más de 300 especies de aves. 

Arco de piedra en la carretera que llega hasta el final del cabo

Escultura en el extremo del cabo Kaliakra
Antigua ciudadela en ruinas
del cabo Kaliakra
Una vez en la reserva y gracias al madrugón para evitar problemas en la frontera, llegamos con las primeras luces del día. Para alcanzar el extremo del cabo, desde el parking, se atraviesa por las ruinas de una ciudadela del S. VIII. Allí, una invitada especial nos dio la bienvenida: una tortuga Testudo graeca a la que se le había complicado la noche.

Tortuga mora en Kaliakra, dentro del límite
protegido por la reserva Natural de Kaliakra























Desde el extremo del cabo, la panorámica de 360º es espectacular. Cuenta la leyenda que 40 mujeres jóvenes y hermosas que temían a la esclavitud a manos de los turcos, ataron entre sí sus largas melenas y, cogidas de las manos, se lanzaron por este acantilado. 

Monumento dedicado a las mujeres que saltaron por el acantilado, según el mito local

Continuamos la carretera hasta llegar a
Balchik. Esta ciudad pequeña y hermosa, se encuentra alejada de la dinámica de grandes complejos turísticos artificiales. La principal atracción de la ciudad y nuestro principal objetivo fue su palacio junto al mar, con su impresionante jardín botánico.


Jardines del Palacio de Balchik

Al llegar, la entrada nos pareció un poco cara (unos 10€), pero una vez dentro, cada Leva pagado mereció la pena. Para llegar al palacio hay que cruzar un extenso jardín botánico con vistas al mar, compuesto por más de 600 especies repartidas a lo largo de diferentes jardines temáticos. Aunque cada uno tiene un encanto especial, destaca su impresionante colección de cactus.

Colección de cactus pequeños
Colección de cactus en Balchik
Cactus grandes en el jardín botánico, a orillas del mar Negro.
Bodega del Palacio
Dentro del complejo se encuentra un molino, una capilla, un río con una pequeña cascada, y una bodega dónde tuvimos la suerte de catar algunos de los vinos más exclusivos de la región. Los excelentes vinos de Bulgaria, con una tradición vinícola que se remonta a los tracios, están cada vez más presentes en los supermercados extranjeros.

En cuanto al palacio, se trata del palacio de verano de la reina María, esposa del rey Fernando de Rumanía, y se dice que por los jardines del palacio paseaba con su joven amante turco. El pequeño palacio desluce un poco al lado de los jardines, pero el estar situado junto al mar le da ese toque de elegancia.


Palacio de Balchik
Decoración interior del Palacio de verano de la Reina María























Continuamos nuestra ruta hasta encontrar un camping para pasar la noche. Lo encontramos en Obzor, una pequeña localidad costera que en verano alcanza su máximo esplendor gracias, en gran parte, a los grandes complejos hoteleros que invaden la zona. El ambiente de familia "cutre" que invade su kilométrica playa durante el día y su extenso mercadillo durante la tarde, no invita a quedarse más de un día.


Playa de Obzor

A la mañana siguiente, pusimos rumbo a Nessebar, una de las joyas del viaje. Este peñón unido al continente por un istmo artificial, declarado Patrimonio Mundial, se encuentra repleto de numerosas iglesias medievales que se hallan casi en ruinas. La ciudad antigua en verano se convierte irremediablemente en un enorme mercado de Souvenires, ya que el turismo se ha convertido en el único motor financiero de la zona. 

Istmo artificial que da acceso a la antigua ciudad de Nessebar
Tienda típica de Souvenires
Caminando por sus coloridas calles adoquinadas nos encontramos con algunas de las iglesias que aún se conservan de las más de 80 que llegó a tener durante el S. XIX.

Iglesia de Cristo Pantocrátor
Iglesia de los arcángeles Miguel y Gabriel
Antigua fuente de la ciudad de Nessebar
De entre la amplia gama de baratijas ofertadas para turistas, destacan algunas tiendas de buen gusto. Bulgaria posee una antigua tradición artesanal de pintura de iconos e imágenes eclesiásticas, elaboración de alfombras con famosos diseños de pájaros y flores, así como una ancestral tradición de cerámicas, con el característico estilo Troyanska kapka (traducido literalmente como “gotita troyana”).

Artesanía típica búlgara decorada con  "gotita troyana"

De nuevo en ruta hacia nuestro último destino, pasamos por Burgas, la ciudad portuaria más importante de la costa sur de Bulgaria. Una ciudad industrial, con una historia que se remonta a la antigua Grecia, pero sin un atractivo especial más allá de su amplia oferta de servicios y ocio.

Panorámica de la ciudad portuaria de Burgas

Dejando atrás Burgas, llegamos a Sozopol, el asentamiento más antiguo de la costa búlgara y último destino antes de emprender la vuelta a casa. A escasos 5 km de la ciudad, acampamos las dos últimas noches y, a los pies del camping, descubrimos un auténtico paraíso; Las playas de arena del sur de la ciudad recorren varios kilómetros ocupadas exclusivamente por las caravanas y las tiendas de campaña que conviven con dunas y matorrales. Los grandes hoteles no tenían cabida en una vasta extensión prácticamente virgen, con aguas tranquilas, poco profundas y de temperatura agradable. 

Playa al sur de Sozopol, con entrada desde el camping

Iglesia Sveta Borgoditsa

Desde aquí, en excursiones diarias, visitamos la ciudad vieja de Sozopol. Con sus sinuosas calles adoquinadas y hermosas casas de madera en una península estrecha, se convierte, por méritos propios, en uno de los puntos más destacados de la costa.

Entre sus principales puntos de interés destaca la pintoresca iglesia de Sveta Borgoroditsa construida en el S. XV por debajo del nivel de la calle, tal como exigían los mandatarios otomanos.



Panorámica de la ciudad vieja de Sozopol
Aquí pudimos disfrutar de la gastronomía callejera búlgara, la cual presenta un gran parecido con la rumana, a excepción de que aquí, casi todo se acompaña con queso. Teniendo en cuenta que solo hay dos quesos típicos el Sirene (tipo feta) y el Kashkaval (fuerte), es increíble el partido que se le saca.

Calle típica de tiendas de Souvenires y puestos de comida

Por otro lado, descubrimos que, según los búlgaros, el yogurt es un invento suyo y, de hecho, la bacteria empleada para su elaboración se llama Lactobacillus Bulgaricus, en honor a su origen.
Con la última puesta de sol, en la playa más espectacular del viaje, nos sumergimos por última vez en este mar Negro, antes de saldar los más de 600 km que nos separaban de nuestra casa en Transilvania. 

Mar Negro búlgaro



Texto: Enrique de Paz

Fotografía: Silvia Blanco




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